Época: Barroco Español
Inicio: Año 1600
Fin: Año 1750

Antecedente:
El retablo barroco

(C) Alfonso Rodríguez G. de Ceballos



Comentario

No debe olvidarse que el retablo barroco, por encima de ser una pieza de mayor o menor calidad artística, ha de considerarse como un mueble litúrgico destinado a desempeñar una función de carácter devocional, cultural y religioso. Ahora bien, los distintos usos que podía tener dentro de ese ámbito, bien separadamente, bien de manera simultánea, condicionaron su composición y distribución, es decir, acuñaron lo que llamamos su tipología. Uno de los primeros usos que hubo de desempeñar el retablo, a tenor de su origen, fue el enseñar al pueblo las verdades de la fe y los principios de la moral católica materializados, por así decirlo, en la vida y actuaciones de los personajes del Antiguo Testamento, de Jesucristo, de la Virgen María y de los santos canonizados y reconocidos por la Iglesia. El Concilio de Trento se encargó en una de sus últimas sesiones, la celebrada en 1564, de recordar la enorme eficacia de las imágenes para el adoctrinamiento y propaganda del mensaje católico. Surgió así el retablo que con toda propiedad podemos denominar didáctico o catequético. El retablo complementaba la enseñanza impartida en la catequesis y durante el sermón, remachando el discurso oral con el mucho más vívido discurso visual.
En el retablo docente -que no en vano fue el más numeroso y abundante durante las primeras décadas del siglo XVII como reflejo todavía del reciente Concilio tridentino- lo importante era la imagen, bien pintada, bien esculpida en relieve o en bulto redondo, que representaba de la manera más realista y emotiva los ciclos biográficos de los personajes expresados. Para ello se multiplicaban los encasamentos, los tableros, los nichos y las hornacinas dispuestos en cuerpos o pisos horizontales y calles verticales, de modo que el dispositivo arquitectónico de columnas, entablamentos y frontispicios fuera exclusivamente el marco de aquéllos. Así sucede, por ejemplo, en el retablo de la basílica de El Escorial, en el de la iglesia del monasterio de Guadalupe y en tantos otros donde se mezclan escenas pintadas y esculpidas. Este tipo de retablo fue el prevalente hasta bien entrada la mitad del seiscientos y nunca su función se perdió por completo aun en otros géneros de retablos que resaltaban preferentemente otros aspectos.

El mencionado Concilio de Trento insistió, en varias de sus sesiones dogmáticas, en la presencia real y no meramente simbólica o conmemorativa -como afirmaban los protestantes Lutero y Calvino- de Jesucristo bajo las especies consagradas del pan y del vino, estableciéndola como una de las creencias fundamentales del credo católico. Esto trajo como consecuencia la aparición y génesis del que se puede llamar retablo eucarístico. Se ordenó que los sagrarios, que custodiaban las especies sagradas, ocupasen como lugar de honor el centro del altar y que sobre ellos se erigiesen tabernáculos u ostensorios donde, durante especiales solemnidades, como el ejercicio de las Cuarenta Horas, se expusiese el Santísimo Sacramento a la veneración de los fieles. A causa de ello se hipertrofiaron las dimensiones de los tabernáculos hasta convertirlos en el centro y punto de mira de todo el retablo de suerte que el resto le quedase subordinado.

Ya sucedió algo de esto en el retablo del monasterio de El Escorial, pero donde quizás por primera vez se puso de relieve de una manera absolutamente palmaria fue en el retablo mayor de la catedral-mezquita de Córdoba, cuyo ostensorio adquirió una monumentalidad y grandeza casi desmesuradas. Este retablo de Córdoba se estableció como prototipo de los retablos eucarísticos que se sucedieron en innumerables series por todas las regiones españolas. Así el tabernáculo que situó en 1692 José de Churriguera en el centro matemático del retablo de la iglesia de San Esteban de Salamanca está de tal manera destacado que todo gira alrededor de él, restando importancia a otra manifestación iconográfica que no sea la suya.

El deseo de remachar aún más la importancia del Santísimo llevó a desgajar el tabernáculo del retablo, haciéndolo pieza independiente y aislada, si bien antepuesta casi siempre a él. Su situación exenta permitía la veneración del Sacramento rotando a su alrededor, particularmente cuando el tabernáculo se colocaba debajo de la cúpula, lo que muy raras veces aconteció en España. Se produjo así el retablo-tabernáculo, cuyo origen se remonta al siglo XVI con el que Diego de Silóe construyó en el centro de la rotonda de la catedral de Granada. A su imitación y ejemplo se erigieron en nuestro país este tipo de tabernáculos, particularmente en Andalucía, donde existe una magnífica serie de ellos. Comienza con el diseñado por Antonio Mohedano para la colegiata de Antequera (hoy en la iglesia de San Sebastián), pasa por el de la catedral de Málaga (el más primitivo del italiano Cesare Arbasía, sustituido luego por otro de Alonso Cano y finalmente por el actual decimonónico) y culmina en el del Sagrario de la Cartuja de Granada, debido a Francisco Hurtado Izquierdo ya en el XVIII. En Madrid hay que citar el de la iglesia de las Bernardas de Alcalá de Henares, uno de los primeros del Barroco, fabricado por el jesuita Francisco Bautista, y el del Sagrario de la Cartuja de El Paular, también diseñado por Hurtado Izquierdo. Sólo si se exceptúan los tabernáculos de las dos mencionadas cartujas y los de las capillas sacramentales de Andalucía, por ejemplo los de las de Lucena y Priego, que con sus plantas centralizadas están pidiendo la ubicación aislada en el centro, los restantes suelen llevar adosados por la parte de delante altares para la celebración de la misa. Paradójicamente las numerosas capillas de comunión valencianas no utilizan tabernáculos exentos sino retablos comunes.

El ejemplo del baldaquino de la basílica de San Pedro de Roma, elevado por Juan Lorenzo Bernini entre 1624 y 1633, excitó su imitación en nuestro país de manera más o menos libre, en lo que podríamos etiquetar retablo-baldaquino. Nunca o casi nunca el baldaquino desempeñó en España la misión del de Bernini, es decir, proteger y cobijar un altar, el altar papal. Entre nosotros se utilizó más bien para albergar una imagen o una reliquia preciada de un santo, objeto de particular atractivo y devoción popular. Así se erigió el baldaquino del altar mayor de la catedral de Santiago de Compostela por parte de Domingo de Andrade, dando cobijo al altar y a la estatua de Santiago peregrino, a fin de emular expresamente el de San Pedro de Roma pues ambos, en opinión del canónigo fabriquero Vega y Berdugo, se erguían encima de una tumba apostólica, la de san Pedro y la de Santiago respectivamente. El propio Andrade construyó el que alberga la venerada imagen del Santo Cristo de Orense, en su capilla de la catedral.

Sin abandonar Galicia hay que recordar que otro baldaquino cobija en la catedral de Lugo la efigie de Nuestra Señora de los Ojos Grandes, patrona de la ciudad. En la catedral de Oviedo se fabricó un retablo-baldaquino para guarecer el arca de las reliquias de santa Tecla; en el santuario de Potes (Cantabria) el destinado a ostentar un fragmento de gran tamaño del Lignum Crucis; en la catedral de Avila el que guarda los restos de san Segundo, primer obispo de la diócesis, hecho por Joaquín de Churriguera; y en Madrid el que custodiaba el cuerpo incorrupto de san Isidro Labrador en su capilla, aneja a la parroquia de San Andrés, cuyo primitivo y fastuoso diseño fue realizado por Sebastián de Herrera Barnuevo.

En Aragón el modelo berniniano fue copiado casi servilmente, pero nunca para cobijar un altar sino una imagen o serie de imágenes, haciendo, por ello, las veces del retablo tradicional. El primero de la serie fue el dedicado en la Seo de Zaragoza al recién canonizado san Pedro de Arbués en 1664, al que siguió el monumental de la colegiata de Daroca en 1670 y otros muchos, hasta nueve, siendo el último el que se hizo en la catedral de Huesca en 1780. En este apartado hay que incluir igualmente otros retablosbaldaquino muy singulares. El primero es el de la iglesia del Hospital de la Caridad de Sevilla, debido a Bernardo Simón de Pineda que, en su caso, sirve como marco escenográfico para mostrar, a la manera de un tableau-vivant, la escena del Entierro de Cristo, grupo escultórico de Pedro Roldán. No es un baldaquino real, está dispuesto como un relieve en profunda perspectiva produciendo la ilusión de la realidad y barriendo las fronteras entre lo ilusorio y lo auténtico. El otro es el medio baldaquino en forma semicircular incrustado por José de Churriguera en el retablo de la iglesia de las Calatravas de Madrid, tomando como modelo seguramente el diseñado por Bernini para la iglesia del monasterio de Valde-Gráce de París.

El Concilio de Trento había recomendado, además del culto a la Eucaristía, el de las reliquias de los santos, culto al que igualmente se oponían los protestantes, razón por la que se incrementó impulsado por la Contrarreforma católica. Acabamos de ver cómo algunos de los retablos-baldaquino se levantaron precisamente para custodiar y mostrar a la pública veneración algunas de las reliquias más importantes, sobre todo cuerpos y restos enteros. Pero lo habitual fue que se fabricasen retablos ex profeso para este menester, retablos-relicario que multiplicaban los nichos y hornacinas de los pisos y de las calles con el objeto de colocar en ellos el mayor número de reliquias de miembros santos particulares, como cráneos, brazos, canillas, manos, etc., encerrados en arquetas, urnas y fanales de todas clases, formas y figuras. Felipe II inició la moda de coleccionar reliquias en gran número, que mandó instalar en dos retablos a manera de alacenas o armarios con puertas abrideras situados al fondo de las naves laterales de la basílica de El Escorial. Desde entonces no hubo catedral, colegiata, parroquia o iglesia monástica que se preciase la cual no tuviese un retablo-relicario ubicado bien en los brazos del transepto, bien en una capilla de las naves, bien en un recinto expresamente construido para ello a un lado del presbiterio o anejo a la sacristía.

También hemos visto que las imágenes de especial predilección podían mostrarse a la veneración de los fieles y devotos cobijadas por tabernáculos y baldaquinos, pero lo más común y frecuente fue que, tratándose sobre todo de las de la Virgen, se abriese para ellas por detrás del retablo y a media altura un camarín con su vestidor, riquísimamente ornamentado unas veces con revestimiento de placas de mármol y jaspe, otras con tapizamiento de yeserías policromadas, cornucopias y espejos. Estos camarines, custodiados, al decir de Georg Kubler, como las cajas fuertes de los modernos bancos, tenían acceso a través de pasadizos y escaleras secretas por las que subían las camareras y azafatas para vestir y aderezar la imagen la cual, una vez convenientemente arreglada y dispuesta, era objeto de veneración besándole la orla del manto. El camarín se abría al retablo mediante una amplia arcada situada en su centro, haciendo visible la sagrada imagen al público situado abajo, en la nave del templo. La imagen era así visible, pero simultáneamente inaccesible gracias a la altura a que estaba colocada, conservando convenientemente el aura de misterio que debe envolver lo sagrado y numinoso.

Este retablo-camarín es pieza casi única y exclusiva del arte barroco español, siendo muy difícil encontrarlo en otros países, exceptuando, claro está, los de la América hispana. Uno de los más antiguos es el camarín de la Virgen de Guadalupe, otro el de Nuestra Señora de los Desamparados de Valencia. Espléndidos son los de la Virgen de la Victoria en Málaga, de la Virgen de las Angustias, del Rosario y de San Juan de Dios -estos tres últimos en Granada-. El de la Virgen dels Colls en San Lorenzo de Morunys (Cataluña) tiene las paredes y la cúpula tapizados con representaciones del Magnificat y de las Letanías Lauretanas, estas postreras siguiendo modelos de grabados alemanes de los hermanos Klauber de Ausburgo.